Estas sentada en una silla baja, concentrada en algo muy importante para ti, alguien te ha encargado que hagas realidad, su deseo más pernicioso. –En esa imagen, aún no sé, de qué se trata eso que estas elaborando, ni como tienes intención de usarlo. Simplemente ahí estas sentada, sin que tú mirada se desvíe de su ángulo de trabajo, no parece importarte lo que ocurre a tu alrededor, es como si en un mismo espacio el tiempo se desdoblara. Tú, sentada con la cabeza agachada y completamente absorta en tus quehaceres. Yo, pasando a tu lado una y otra vez, con la intención de averiguar qué estás haciendo y si me podría llegar a afectar en algún momento, esa situación que estoy contemplando desde la incredulidad.
La observación directa no me indica nada, y tú ni siquiera te inmutas, como si yo no estuviese allí, frente a ti, mirando con intriga la agilidad que manejas al ejecutar cada movimiento, tus manos están perfectamente sincronizadas con tu mente, y se mueven con destreza. Han pasado un fino hilo de metal, entre los barrotes del respaldo de otra silla, en este caso no es tan baja como en la que estás tú sentada, con lo cual el hilo se proyecta desde una de tus manos hacia un punto más alto, bordeando el barrote del respaldo y bajando en línea recta hacia tu mano izquierda, ahora ya puedes tensarlo tirando con tus dos manos hacia ti. – Una vez bien tensado, unes los dos extremos y los haces girar sobre una pequeña varita de madera que has colocado en posición diagonal. A continuación comienzas a hacerla girar sobre la base de tus dedos, de forma que el alambre se va trenzando desde esa posición, hasta llegar a los barrotes del respaldo de la silla, donde ya no puede avanzar más, entonces tú con un ligero movimiento le das un corte con los alicates que tienes sobre tu falda y el alambre cae entre tus manos con suavidad. Supervisas que se ha quedado bien trenzado pasándolo sobre tus dedos, y vuelves a comenzar de nuevo, así pasas la mañana de ese día.
En la tarde aplicas otra técnica diferente sobre el trabajo realizado en la mañana. Coges el alambre trenzado y enroscas sobre él, otro trozo de alambre con la ayuda de otra varita de madera más pequeña, la cual colocas en posición vertical. Una vez girado el alambre, extraes la varita y la desplazas unos centímetros sobre el alambre trenzado y repites la misma acción, así, hasta terminar. A continuación cortas con los alicates cada una de las curvas de alambre que se han ido formando al enroscar la varita, y como arte de magia aparecen dos aristas por cada una de esas curvas, o lo que es lo mismo, asoman dos finas y puntiagudas púas de acero, que parecen tener vida propia.
Habías fabricado tu propio alambre de espino, del grosor deseado. Extremadamente fino. Enrollas el trabajo de todo un día en una gran madeja, te levantas de tu silla y te marchas, aunque esta vez sí acompañas el movimiento con una mirada penetrante que desplazas directamente hacia mis ojos. Una leve sonrisa se dibuja en tu rostro cuando inicias tu marcha. – Mientras yo permanecía de pie frente a tu figura que ya se alejaba de mí, el miedo a algo espantoso se hizo presente en toda la estancia, a pesar de estar impregnada de luz natural, pues estamos en el patio de la vivienda.
No tardo en descubrir cuál iba a ser la función de aquel alambre tejido por ti misma. Pues llegó aquella noche, una de esas noches que tantas veces se han repetido en mi vida, y que aún se siguen produciendo a pesar de que el tiempo no deja de avanzar.
Aquella noche fue diferente a otras muchas, había tantas velas encendidas que al despertarme en el interior del pajar pensé que estaba en otro lugar. Allí nunca había luz suficiente como para distinguir las formas que se escondían entre las sombras. Todo estaba organizado con sumo detalle, de nuevo me encuentro frente a ti. Tú estás sujetando tú propio vestido de novia entre tus dos manos y me lo muestras al tiempo que me ordenas que me acerque. Como si estuvieras leyendo mis pensamientos me prohíbes que gire la mirada detrás de mi espalda, y vuelves a ordenarme que vaya hacia ti. A tú lado hay un banco de madera y sobre el está la madeja de alambre de espino, tiras de un extremo y la zarandeas hasta que extraes de sus entrañas un trozo.
Esa noche, como otras tantas, no llevo ropa, me coges de un brazo y me arrastras más cerca de ti para poner sobre mi muñeca el alambre de espino que acabas de coger, lo aprietas contra mi piel, de modo que se quede bien ajustado y vuelves a darle otra vuelta, quedando dos líneas superpuestas y con gran presión. Haces lo mismo en la otra muñeca, en los dos tobillos, por encima de las rodillas, en la cintura y finalmente en el cuello. Después me pones con sumo cuidado tu vestido de novia. Es un vestido que lleva cuello alto y tapa por completo el espino que llevo atado al cuello, sus mangas son de tul transparente con unos puños anchos a juego con el cuello; también los puños tapan el espino que me oprime las muñecas. El talle va en conjunto con el cuello y los puños, así que también tapa el espino de la cintura, el resto de espino que atraviesa la piel de mi cuerpo ya no se ve, gracias al largo del vestido. Y eres tú, mi propia madre quien antes de colocarme un saco en la cabeza para que no pueda ver nada de lo que va a suceder, se acerca hacia mí y me aprieta con fuerza en el mismo orden que me has colocado el espino. Me aprietas la muñeca derecha hasta que la sangre mancha la tela del vestido, y lo mismo haces con la muñeca izquierda, las caderas, y el cuello.
Finalmente, terminas colocándome un saco sobre la cabeza con una lanzada a la altura del cuello, donde queda cerrado suavemente sin oprimir, simplemente para que no se caiga. Antes de alejarte de mi, pronuncias a mi oído esa maldita frase -Ya sabes lo que tienes que hacer…
-¿Me gustaría saber cuánto dinero recibiste por ese encargo, mamá? – Espero y deseo que ojala te pudras antes de llegar al infierno. Antonia.
