Un cuerpo en el que apenas se percibe movimiento, se balancea imperceptiblemente para la mirada de cualquier ojo ajeno; incapaz de reconocerse a sí mismo, quizás porque el mismo tampoco siente ninguno de sus huesos; ni de sus articulaciones; ni tampoco sus músculos; ni siquiera el tronco y las extremidades se quieren manifestar, entre ese susurrante abismo de falta de control, de ausencia total y absoluta de realidad, sin conexión alguna a sensaciones que podrían ofrecerte, esa previa y brutal aniquilación de los sentidos. Junto a esa espeluznante realidad, que otros pretenden distorsionar, con  el mínimo esfuerzo de mantener latente, la constancia del sufrimiento que causa el dolor más brutal en ese cuerpo; suspendido en la más absoluta indiferencia, cuya única función es: aguantar toda esa carga que lleva implícito el menosprecio, en arrogante armonía con el desprecio.  Justo en esa encrucijada, en ese compendio de desmaterialización y deshumanización, está presente la actividad mental; es ella la única que puede luchar por su propia supervivencia, con los argumentos que le ofrece el razonamiento; ese elaborado proceso, que es la lógica de la que emana el conocimiento, la capacidad de establecer cuantos juicios sean necesarios, para simplemente conceder a esos actos y a todos esos hechos, el veredicto de la verdad. Son recuerdos reales de torturas.

El cuerpo no está simplemente suspendido, esta maniatado a una viga en el techo del pajar, los brazos están extendidos hacia arriba, atados con una soga de esparto a la altura de las muñecas, la cuerda la ha tensado el propio peso del cuerpo, que no tiene ningún otro punto de apoyo…

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