Cuando usurpan tú cuerpo, dejas de reconocerlo al verlo pasar ante cualquier cristal o espejo, frente a cualquier superficie, tan tremendamente cruel como para desviar esa imagen, ahora suya, hacia tus sentidos. La curiosidad hace que te detengas, ante esa imagen reflejada y proyectada hacia fuera, da la impresión de que va a saltar de un momento a otro, del lugar en el que se encuentra atrapada, por centésimas de segundos ves como adopta la posición de una corredora, atenta a la señal de salida; y ante esa percepción, ladeas la cabeza para mirarla desde otro ángulo, la observas con atención, como si la conocieras, como si la hubieras visto en algún lugar de tú mente, incluso llega a resultarte familiar. Rebuscas en tú interior y te planteas quién será, dónde la habrás conocido; de repente algo te dice, que su piel es la misma que envuelve todo tu cuerpo, pero la tuya es de un tacto diferente, de un color menos claro, y la sombra que proyecta su silueta, se mueve cuando lo haces tú, pero ese cuerpo no es el tuyo, porque sencillamente no lo puedes sentir, y los ojos, son totalmente inexpresivos, mirarlos es como mirar a través del ojo de una cerradura, y no llegar a ver nada, el miedo sólo te permite intuir…
Terminas planteándote, si ella, la que te mira desde las profundidades más absolutas, que ocultan los escondrijos de su espejo, sentirá algún tipo de dolor, alguna parte de su cuerpo se habrá quejado, o en el lugar donde vive ella no existe el dolor, porque ni siquiera existe la posibilidad de llevar a cabo dicho planteamiento.
Entonces nunca sabrá, que la causa del dolor, que ella misma refleja hacia el exterior, radica en los actos, que un día llevaron a cabo otras.