Un hedor herrumbroso, se cuela entre todos los poros de tu piel, es tú propia vida diciéndote adiós, abandonando tu cuerpo para instalarse en el de otros, evanescencia metálica que flota a tu alrededor, como una nube de mugrientos, presagios malditos, transmitidos de madre a hija en susurros, proscritos ya antes de nacer.
Humedades que se expanden por el alma, cuando las paupérrimas maderas, del escaso mobiliario, ceden ante un ambiente relentoso y penetrante, como cuchillos recién afilados, dispuestos a degollar cualquier lamento…las insignificantes polutas de las pavesas, que revolotean como aves carroñeras, adormeciendo cualquier organismo vivo, paralizándolo, a medida que los gases, que desprenden la muerte prematura de los primeros tallos, de árboles sanos, destruidos por la incandescencia, se van filtrando por las fosas nasales, como uno más de tantos olores desagradables y nauseabundos, que tan solo buscan cobijo en algún recoveco, de tu hastiada memoria.
En la caja de los recuerdos absurdos, sin sentido, y lógica aparente. Ése es el lugar que desean para instalarse temporalmente, se quedarán ahí sólo de forma provisional y aleatoria, no todos serán capaces de sentir la «señal», que indicará un nuevo cambio de lugar…quizás alguno llegue a su destino final. Unirse al recuerdo que lo evoca.