Riachuelos de sangre que manan vivos, en ardiente actitud de displicencia, seguros de sí mismos, sin manifestar duda en su discurrir, eligiendo con delicadeza cada surco de piel sobre el que irá abriéndose paso; marcando con certera indiferencia, la presencia de una vida que solo pretende escapar, de un sucedáneo de encierro, impuesto como sustituto de un enterramiento de una vida  aún incipiente.

Y la sangre continúa brotando y estancándose en la superficie menos profunda, sólo unas capas finas compuestas de pequeñas partículas, se quedarán adheridas a esa superflua superficie, mientras que otra nueva corriente de sangre, aún más espesa, las arrasará a su paso.

Hendiduras profundas e indoloras reaparecerán ante la necesidad de más sangre, una sangre que no percibe, que ya no puede sentir otra cosa, que lo único que conoce, la gelidez del frió, como cuchilla hiriente que abrasa y deja una señal distintiva, única y propia, adoptando ahora la superficie de esa piel  nuevos salientes y en otros casos, formando alineamientos paralelos, según la procedencia de la fuerza y su dirección. En definitiva viajaran en el tiempo, permaneciendo cerca de la superficie, como recuerdos vivos y perpetuos, de una forma de vida inexistente, propia de sedimentos fragmentados de una época a otra.

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