La verdad sólo tiene una dirección, unas pautas de conductas repetidas en el tiempo, aprendidas por inercia o instauradas como parte de una férrea dictadura. La verdad sólo puede ser una, la verdad no puede fluctuar entre lo posible e imposible, entre lo adecuado e inadecuado, entre lo real e irreal, entre lo que deseas y lo que reprimes, entre lo que aceptas y niegas, entre lo divino y lo pagano, entre la luz y la oscuridad, entre la vida y la muerte eterna,  entre lo que somos y lo que podríamos haber sido, entre el pasado y el presente. La verdad sólo puede mantenerse estable sobre una posición, nunca entre posiciones antagónicas.

En el mundo de la verdad no puede existir la ambivalencia, igual que en el mundo del teatro, no existe una realidad viva y presente en el momento; aunque los actores sí podrían estar interpretando una historia, que un día fue real y tan cierta como la obra que ahora los espectadores ven, como algo artístico. La verdad nunca se contradice a sí misma pero sí  puede tornarse voluble, adquiriendo formas diferentes, que solo pueden facilitar una verdad más compleja y completa, más auténtica y veraz, una verdad observada desde distintos ángulos, pero desde la misma posición. Una visión más amplia de una misma realidad. Como un yo fragmentado en el tiempo, separado de sí mismo, para poder mirar las escenas del teatro de su vida.

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