Un grito nuevo, un alarido despavorido, espantado, derrotado, humillado, que se encoge sobres sí mismo, como si se hundiera en la tierra maldita que lo vio nacer, y que hizo las veces de campo de batalla. Un aullido que no termina, no cesa, porque su sonido, se ha convertido en eco perpetuo, que no deja de retumbar, haciendo vibrar diferentes zonas del cuerpo humano, esas partes que componen un organismo vivo, y que son únicas, por ser capaces de prestarle atención; sólo ellas pueden escuchar, sus lamentos, de agonía y de dolor, partes de un cuerpo, como pequeños poblados de una gran sociedad, que se desorientan, cuando pierden sus propios sonidos, como parte de su identidad, transformados en seres errantes, que se desplaza a otra zonas menos habitadas, más alejada, desde donde no pueden escucharse a sí mismos, donde su dolor no encuentra quien lo escuche.
Los miembros sacrificados, los que han quedado esparcidos por el campo de batalla, ya no volverán a sentir algo así, porque han dejado de ser moribundos, para convertirse en muertos. Sólo aquellos que han sobrevivido a la lucha, aunque hayan perdido partes de sí mismos, tendrán ese privilegio y su poder correspondiente; buscar lo que perdieron. Su propio grito.