Cuando tus ojos se pasean lentamente a lomos de tú propia mirada y no consiguen ver en torno a sí mismos; no porque no exista nada, sino porque nada puede surgir a su alrededor, en su entorno inmediato todo queda aniquilando ante la mas mínima expresión. Es ante esa inesperada percepción cuando la consciencia se hace presente para gritarle a los cinco sentidos su brutal verdad, al tiempo que desde su interior más profundo subyace en susurros una voz que te advierte de la realidad viva y presente: nadie podrá verte jamás –¿o, acaso tú puedes verlos a ellos, o sentirlos?

Lo inmaterial existe igual que existen los fragmentos del alma, diminutos oasis que recrean en la memoria destellos brillantes, como fruto de sus propios reflejos cristalinos; enquistados reductos, que cuentan su propia historia, que hablan de un tiempo ya lejano, de una época en la que aquello formaban parte de la materia viva.  Ahora la vida, navega entre la oscuridad de las putrefactas aguas de la muerte, la frialdad nace de su interior, para apoderarse de un inexistencialismo desterrado a un submundo de sustratos diversos, ocupados por tinieblas mortecinas, débiles parpadeos de luces que acaban extinguidas ante la opacidad de su creador, un mundo repleto de submundos; tan siniestros que la vida en ellos sólo puede reducirse a un saber estar. Vivir aquí, significa aprender a no vivir.

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