-¿Quién está más muerto? -¿Aquel que yace bajo la tierra inmóvil, ya para siempre?; -O aquel otro, que aún deambula sobre angostos caminos, cavilando entre la plena consciencia del saber que no posee vida, y sabiendo con seguridad que nadie podrá darle digna sepultura.

 -Cómo podría suceder algo así, si lo ven cuando camina, cuando habla con otros de sus congéneres, cuando incluso contesta racionalmente, y sin error posible a planteamientos más que complejos, como si quien realiza esas preguntas las dejara caer para observar cómo se deslizan por entramados de complejos subterfugios; como si verdaderamente se tratasen de rigurosos interrogatorios reprogramados para trascender a otro nivel de conocimiento; el de lo desconocido, donde reposa la muerte de los vivos.   Y todo ese tedioso armazón, lo tiene que llevar a cabo el que está vivo de verdad,  porque él debe cerciorarse de la realidad en la que vive, pero solo el vivo que realmente está muerto ante el resto de la mundana existencia, es consciente de la absoluta y plena realidad. Solo él sabe que esos diálogos con sus semejantes, únicamente existe en su interior, es el mismo quien habla y contesta al tiempo debido, de forma prudente para que todo parezca natural; -y el movimiento de ese cuerpo, tampoco lo perciben los demás, pues en éste caso es su propia mente quien ha desfragmentado tantas imágenes de sí mismo, que incluso se confunde con el movimiento propio de una persona auténticamente viva.

-Entonces el cuerpo existe, no está corrompido, la mente funciona porque tiene actividad, aunque nadie puede contemplar esa invisible armonía del inerte yo más profundo, que sabiéndose muerto, solo puede actuar como observador de una realidad vacía, hastiada y corrompida,  por la podredumbre de la muerte de los que se creen estar vivos.

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