Ella tenía apenas 22 años y él tan solo cinco años más que Ella, cuando decidieron unir sus vidas a través de un deseo vivo de ampliar su particular mundo. Un universo perverso repleto de símbolos, ceremonias, pactos, sacrificios, y rituales de todo tipo. Junto a él pensaba que todo ello le daría más poder del que ya creía que tenía a su alcance.
Una esposa fiel y dispuesta a representar para su marido, la máxima supremacía del narcisismo, dueña de un yo opaco sin moralidad, que le transmitiría el poder suficiente de llevar a cabo una vida plena de felicidad, que le ofrecía permiso para gozar al sentir el dolor psíquico; disfrutando aún más con el otro dolor, aquel dolor que escapa, y que huye precipitadamente del psiquismo de quien lo siente y lo padece, aquel dolor que se evapora y se transforma en psicosis temporal, momentánea, parcial… una esposa que para satisfacerse a sí misma, hacía creer al mundo entero y especialmente: a su esposo, que era él quien necesitaba llevar a cabo dicho desmembramiento, sin que nadie se percatara de que era Ella, quién elegía siempre la forma de ejecutarlo, quién se encargaba de buscar un lugar adecuado desde el que ningún grito de dolor o terror pudiera salir al exterior. De todos esos diminutos detalles se encargaba Ella. Exclusivamente Ella.
Solo necesitaron un largo año para abrirle las puertas de su casa a su primera hija, un ser que despertó en Ella desprecio y repulsión, desde el instante mismo que la sintió por primera vez en su interior.