Que lejanos parecen ya aquellos días en los que te gustaba asaltarme, procurando siempre que no hubiera nadie más presente. Para regodearte en el placer que te producía escucharte a ti misma. Lo mismo que una fiera salvaje que acaba de lanzarse sobre su presa. Así hacías que me sintiera. Descuartizada, cuando te dabas media vuelta y te ibas tan satisfecha con tus palabras. Porque por aquella época ya no podías invadir mi espacio, ya no podías maniatarme, ni encerrarme en ningún lugar, por eso te valías de otros medios para continuar torturándome.
–Como te gustaba sorprenderme, únicamente con la intención de clavar tus miserables y malditos ojos sobre mí, como si pretendieras arrancarme algo que considerabas tuyo. Siempre que lo hacías te reías de forma burlona de mí, para terminar diciéndome: yo soy quien mejor te conoce, no lo olvides nunca. –Tanto espectáculo para esa frase tan corta, pero tan poderosa. Terminé pensando que era verdad lo que tú me decías, hasta hace poco tiempo lo he creído. –Por supuesto que eras la única persona que podías conocerme. Eras la única persona capaz de provocar en mí una avalancha de reacciones tan viscerales, que perdía el control y me dejaba arrastrar por todos los impulsos que me invadían en esos momentos, sin ser nunca capaz de llegar a identificarlos.
-¿Podrías afirmar ahora con tanta seguridad como lo has venido haciendo durante toda mi existencia? que tú eres la única persona que me conoce a mí, incluso mejor que yo misma.
¿Tú estás segura de que me conoces? –Porque yo creo que nunca has sabido quien soy. Desde luego tu preferida sí que lo he sido, además sé con total seguridad que lo sigo siendo, y me alegro de poder decírtelo.