Ella…en primera escena, siempre Ella, mi querida madre aparece en todo su esplendor, colmada de aberrantes maldades y crueldades, poniendo en práctica siempre actos perfectos.
Así aparece ésta pobre mujer, de su boca solo han salido reproches y quejas, atormentadas siempre, del gran sufrimiento de tener que ser ella la única, capaz de llevar la carga de su familia, porque sus hijos para Ella eran eso: Una pesada carga. –Lo ha dicho siempre, yo puedo dar fe de cuantas veces he escuchado esa queja. ¡Su vida era así de dura!
Para que las escenas que forman parte de su vida, se puedan suceder sin perder su esencia, debía ser Ella también, la que se ocupara de los detalles más ínfimos. Es lo que las madres de su calaña suelen hacer, y éstas eran algunas de las atenciones maternales que recibía yo como su primogénita.
Ya que entre sus quehaceres maternos estaban. Sujetarme con cuerdas de esparto, durante largos periodos de tiempo, incluso mantenerte colgada sin que los pies rozaran el suelo…esas costumbres que tanto placer le aportaban a mi querida madre, tenia consecuencias. Las marcas en las muñecas.
Hasta que no fui al colegio esto no fue ningún problema porque todo quedaba en casa. El colegio era un gran problema, pero subsanable.
Me obligaba a sentarme frente a ella, me cogía siempre el brazo derecho en primer lugar y con sus dos manos, me sujetaba fuertemente por la muñeca, quedando mi mano derecha sobre su falda. Al lado de Ella siempre tenía un gran rollo de algodón, de esos que una lámina de algodón está envuelta en un papel morado, muy útil para que cortes el trozo de algodón que necesites. Porque eso mismo es lo que hacia Ella.
Junto al rollo de algodón también tenía una serie de vendas elásticas.
Sin soltar mi mano, empezaba a enrollar mi muñeca con el algodón, que estrechaba un poco con sus propias manos para ajustarlo al tamaño de mi muñeca; después me colocaba la venda elástica con varias vueltas, y dejaba caer sobre su falda el resto de la venda; volvía a poner algodón ahora sobre la venda que envolvía ya mi muñeca, y de nuevo otra vuelta con la venda, así sucesivamente hasta terminar el proceso con las dos muñecas. Cuando terminaba, me decía. –Levántate.
A Ella le gustaba ver como había quedado su trabajo, le gustaba sentir mi angustia, le gustaba ver la presión que ejercía las protecciones de mis muñecas hacia el suelo. De éste modo se aseguraba que no me quedaría ningún tipo de marca, nadie vería señales de ataduras. Así fue, nadie vio nunca un morado en mis muñecas, tampoco nadie vio nunca cuanto me dolían.
No podrás decirme que de esto no te acuerdas mamá, porque me hermana y yo nos acordamos muy bien, incluso te puedo ayudar un poco más. Recuerdas que guardabas las vendas en los cajones de tus mesitas de noche, tenías dos cajones llenos de vendas, puede ser que todavía conserves algunas. Ya sabes eran como trofeos. ¿Te acuerdas ahora?